Jaime Molina Escóbar
con las aportaciones de Huáscar I. Vega Ledo

La madrugada del ocho de Febrero no fué el gallo karakunka quien despertó al niño con su singular cocoroqueo como lo hacía al alba día tras día. Esa mañana fué un berrido aterrador, un chillante grito de angustia que lo sacudió e hizo sobresaltar hasta el catre en que dormía. Fué un grito lancinante que desgarró el aire, paralizó la madrugada e hizo estallar en añicos de vidrio violeta el cristal tornasolado del amanecer yungueño. Restregándose los ojos, asustado, se acercó al ventanal y vió entonces al chancho berraco berreando, llorando, gimiendo, chillando, pateando a un lado y al otro. Vió también el tumulto de sirvientes que afanosos iniciaban la faena en el patio de la hacienda. Comenzaban los preparativos para la celebración del cumpleaños del abuelo-viejo. Cinco sirvientes se esforzaban en contener al chancho berraco que peleaba y resistía a ser ahogado en el pozo de tierra que los fámulos habían cavado en el mismito centro del patio. Finalmente el niño contemplo como el puerco abandonaba la vida desparramando sangre roja y caliente, cuando después de ser ahogado, era descogotado. Dos sirvientas recogían en palanganas la fresca sangre porcina para hacer morcillas y dizque otras delicias culinarias. La sangre roja carmesí borboteante, el ruido y el afanoso tumulto de los sirvientes asustaron al niño otro tantito más. Su pavor aumentó aún más con el simultáneo alboroto de las gallinas en el gallinero y el subsiguiente ladrar y aullar de los perros y el rumiar y el gemir de las vacas y toros y el rebuznar del asno y el relincho de los caballos también sobresaltados por el grito del chancho sacrificado. Y para peor colmo, vió casi al mismo tiempo un pigmo que correteaba casi brincando por un ladito del cachi . Al ver a esa ave de mal aguero se asustó otro poco más porque esas fiestas grandes muy a seguido terminaban en borrachera, en camorra y en pelea.
Al acercarse a la azotea, a un lado de la ventana vió brillar la enredadera llamada “Lluvia de Oro” cuajada de rocío fresco como lágrimas brotadas y extáticas sobre una mejilla rosada. Entonces se tranquilizó y sonriente como el majestuoso sol de esa mañana, se puso rápidamente los pantalones, se calzó las abarcas y corrió de prisa al patio a involucrarse en los preparativos.
Asi comenzó el día del festejo más grande en la casa de hacienda. Era el cumpleaños del abuelo-viejo. Los músicos en un rincón ya afinaban los violines, las guitarras, los charangos y pellizcaban el bandoneón. La abuela-niña, la tía Francisca Eulalia Golpepecho y sus doce sirvientas hacían esto y el otro preparando el banquetazo que mas tarde en el día sobrevenía. Y atónito, observó como de un combazo en la frente, el capataz de la hacienda lidió a un novillo grande y gordo para ser rostizado en la parrilla y asado al aire libre estacado en fierros grandes junto a las chisporroteantes llamas multicolores y vertiginosas del ardor de leña yungueña olorosa. En el horno gigantesco de adobes de barro y paja brava vió que cocían plátanos machos embadurnados con mantequilla fresca. Vió como cocinaban las yucas y las walusas y las papas blancas y las racachas amarillas . Y vió hacer el arrocito “ kaja ” y vió preparar a la abuela-niña su ensalada favorita con tomatito, cebollita, palto , queso blanco y pepinillos. Y vió como preparaban la consabida “ jalpahuayquita ” con tomatitos a punto, con locotitos maduros y con mucha quirquiña y amor de abuela. Habían adobado la carne con hojas de mora y embadurnado el lechón con achiote, manteca, pasta de ajo, limón y un secretito yungueño que no lo querían contar. También prepararon sajta de ciento setenta y cinco pollos que sacrificaron para alimentar a la tanta gente que iba ya llegando desde tan temprano. Y también, por supuesto, no iba a faltar el indispensable lojro yungueño hecho con maní retostado , chalona y ají amarillo Más y más invitados y más llegaban y entremezclados caían los eternos “ mankagastos ”, parásitos coladores que vivían de fiesta en fiesta.
Y llegaban grandes y chicos, machos y hembras, casi toditido el pueblo se volteaba para la hacienda. También venían parientes, amigos y conocidos de Chulumani , de Coroico, de Tajma y de Irupana; también de Ocobaya como también de Chicaloma, Coripata, Churuhuasca, Chirca, Huancané y todas las comarcas aledañas. “Felicidades mil, abuelo-viejo”. “Que cumpla otros cien, querido tata ”. “Para nuestra bendición y también para la bendición de todas estas tierras…” Y no se sabía si era porque realmente lo amaban tanto o simplemente porque venían a saciarse y a chupar gratis. Y simplemente farrearse como en ningún otro lado podían hacerlo en ese modo, en esos tiempos y por esos lares. Y le echaban mixtura al abuelo como echaban flores al hombre de estuco y le envolvían el cuello con serpentinas y le untaban la mejilla con besuqueos mojados. En el fondo, la banda repartía la bulliciosa algarabía de la música del pueblo. Después comenzó el jolgorio del bailongo criollo con los taquiraris , los huayñitos y bailecitos y culminando con la infaltable cuequita . El notario del pueblo Don Dominguito Azuceno, otras veces apacible y calmado, con muchas ganas en esta sóla ocasión cimbraba las caderas y como trueno zapateaba los botines lustrados y revoloteaba alegre como una palomita blanca su pañuelito de lino bordado con ternura por la abuela. Don Dominguito saltaba y saltaba, lleno de gozo y candor, como los niños en la chijipampa .
Y coctelitos aquí y coctelitos allá, y pisquito por allí, “ rubias que no engañan ” acullá. Los hombres jugaban la taba y otros jugaban al sapo mientras las mujeres cotorreaban y disecaban a medio mundo. Después llegó la celebrada pelea de gallos El abuelo-viejo siempre ganaba con su gallo-giro rojinegro, pollón avezado que voltereteaba a todos los demás gallos como si fueran gallinas. Al ver a los gallos sangrantes, entuertados y desplumados el chiquillo de súbito se puso a llorar. Para consolarlo, el abuelo entonces le dijo:
“ Mijito no llores,
no seas keusa .
Se macho, pués;
como tu abuelo se pués, macho,
macho de Churuhuasca.”
Y el chiquillo lo escuchó detenidamente y se conformó; se chupó las lagrimas e infló su pechito como un gallito.
Muchas décadas más tarde, ya hombre de veinte, treinta o cincuenta años, el chiquillo de siempre, a menudo recordaba lo que el viejo abuelo muchas veces le inculcara: “Cuando quieras llorar con motivo o sin motivo y, especialmente, si te vas lejos de aquí, repite catorce veces para contener las lágrimas: Yo soy gallo en mi rodeo y gallazo en rodeo ajeno.” O era toro y torazo en vez de gallo y gallazo? Ya hombre, hecho y derecho, nunca estuvo muy seguro de esos versos viejos. Pero, eso sí, jamás olvidaría las lecciones del abuelo y el mensaje de los versos que el viejo solía repetirle de vez en cuando.
Cerca del anochecer, cuando ya casi todos se habían cansado y los adultos ya se habían chupado la mona de febrero, se apareció tambaleante el Tío Marabunta, animal que cada vez que se chupaba, por quién sabe que razón, siempre comenzaba a fregar y fregar y en esa friega, de repente una hecatombe sobreseguía. Cada vez que se chupaba, cada vez que se farreaban.
Y se desencadenó el alboroto. Mas bullicioso que el pavor que los animales habían causado esa madrugada. Las mujeres chillaban tratando de contener a los ebrios contrincantes. Platos rotos, sillas quebradas, puñetazo aquí, finta por allá y de repente el Tío Marabunta cayó como bolsa de papas tirada al suelo. Y al caer se rompió el coco terco y se bañó en sangre. De súbito, todo se paralizó como si hubiese ocurrido un milagro de sobriedad instantánea. Los adultos sintieron vergüenza y casi calladitos, refunfuñando, y a medias disculpándose el uno al otro, empezaron a irse. Mañana sería otro día y sería como si nada hubiera pasado.
Así terminó el primer día del cumpleaños del abuelo-viejo. Y asimismo, comenzó también la nueva semana que continuaba con más fiestas y con más algarabías. Es que la fiesta del abuelo se celebraba por lo menos por tres días y además, ya estaba encima la época del carnaval y luego venía la Semana Santa.
Era entonces cuando la mente del niño se convertía en otro remolino embriagador de caracol espeluznante.
“ Naranjitay , pinta pintitay
te he de robar de tu quinta;
si no es esta nochecita,
mañana por la mañanita.
A lo lejos,
se te divisa
la punta de tu enagüita
la boca se me hace agüita
y el corazón me palpita…”