Huáscar I. Vega Ledo
Basado en inspiraciones y ciber-contribuciones de Jaime Molina Escóbar
Enero, 1997

Así como el agua la noticia llegó mojando a todos.
Una viejita arrancó de su pecho arrugado y cobrizo, un crucifijo de plata, el cual hundió en el lodo empujándolo con la punta hasta que el puño de su bastón tocó tierra, luego de sacar el bastón empezó a tapar el hueco mientras rezaba y rezaba en aymará y un poco de latín -que quién sabe donde lo aprendió-.
Unas beatas conocidas por chismosas y medio brujas trajeron tijeras para depositarlas abiertas y en cruz sobre el barro. Otras beatas trajeron un par de cuchillos colocándolos uno sobre el otro también en cruz y sobre el lodo. Practicaban estas supercherías al son de un estribillo que repetían cual niñas de escuelita:
“San Isidro labrador,
ruega a Dios que salga el sol.
San Isidro labrador,
ruega a Dios que salga el sol…”
Todos los caminos estaban derrumbados. Nadie estaba muerto, pero algo parecido es un pueblo incomunicado. La mazamorra destruyó algunos sembradíos. Algunas terrazas de los cocales habían perdido sus ángulos rectos. Las raíces de algunos naranjos jóvenes parecían manos abiertas de ahogados tratando de agarrarse de la neblina.
Mientras los chiquillos observaban embelesados ésta mini hecatombe, el cura del pueblo paseaba murmurando: “Ay caray, que cosa nomás hemos hecho Señor. ¿Será que hemos pecado de gula en Navidad? ¿Será que he abusado del vino en Año Nuevo? ¿Porqué nos castigas Señor? Ábrenos una brecha. Hazlo por los niños, por la alegría de esos inocentes corderillos. Ábrenos al menos un hilito de camino para que lleguen los Reyes Magos, por favor Señor, por favor”.
¡Milagro! ¡Milagro! llegó anunciando el Chojolulo . La tristeza se tornó en esperanza, todos miraron hacia el cielo. Pero seguía lloviendo. ¿Cual milagro? ¿Qué pasa? ¿Qué pasó huerfanito? preguntó una de las beatas.
El Chojolulo no le contestó, no le gustaba que lo llamaran como antes, él ahora se llamaba Chojolulo y estaba bien orgulloso de su nombre. Ya los indios viejos de Churuhuasca le habían explicado que desde los tiempos de la colonia, en las Leyes de las Indias se disponía como normas de vida y buenas costumbres “que los indios debían poner a sus hijos los nombres de sus padres y madres, abuelos y en ningún caso los de la luna, pájaros, animales, piedras, sierpes y ríos”, pero como él no tenía padres y además eran otros tiempos, tenía derecho a esos nombres. Y estaba tan contento el huerfanito con ese nombre de pájaro, que con ello había logrado llenar el vacío dejado por sus progenitores con la historia de sus ancestros.
La viejita que anteriormente enterró el crucifijo de plata, comprendía muy bien esos sentires, pues es mitad india y mitad blanca y es por eso que enseguida le preguntó, “di nomás ¿que pasó hijito, suma lulitu , Chojolulitu ? Fue entonces que recién se enteraron que en la casa de Doña Eugenia Dolores entró un río de lodo, piedras y troncos, derrumbando las paredes de la sala y destrozando casi todo. Menos el Nacimiento ; el mejor Nacimiento de ese y otros pueblos cercanos, con un Niño cuzqueño de masa-pan que parecía porcelana, vestido en ropas bordadas con hilo de oro antiguo, elaborados por los yauiñckepa . El supuesto milagro fue que ese Niño Manuelito salió ileso como asimismo sus ovejitas, los Reyes Magos, San José y la Virgen María. Sólo que el Niño Dios estaba un poco mojado y parecía estar llorando.
A partir de ese momento los días comenzaron a transcurrir sin sol pero como si lo hubiera. La fe renació en los pobladores quienes aprovechaban el tiempo para planear y reconstruir. Se armaron cuadrillas que limpiaban los cauces de los riachuelos, levantaban los pequeños árboles derribados por la mazamorra y los convertían en pequeños puentes para paso de peatones. Al barro le aumentaban fibras vegetales o paja para usarlos como argamasa y recomponer con piedras, la multitud de graderías que en el fondo son las calles de este pueblo que se construye reptando las pendientes del cerro. ¿Las goteras…? los que tienen techo de teja reparan con teja -si las tienen- o remiendan con medios troncos ahuecados, los de techo de paja reparan con paja nueva o remiendan con las hojas tiernas del banano . Tal parece que están empezando a cumplir las promesas que borrachamente hicieran en Año Nuevo. Son los primeros cuatro días del año y para algunos el primer día que no bebieron. Eso se debe a dos razones, al Nacimiento que quedó intacto a pesar del derrumbe y a que por falta de caminos ya no entra mas aguardiente al pueblo. Ya se acabaron casi todos los guarapos de piña fermentada , los cócteles de naranja , el macerado de guindas en singani por varios meses y la infaltable “ leche de tigre ”.
Recordar la medianoche del treinta y uno de diciembre, es recordar a los “media-nuca” saliendo con maletas, dando una vuelta a la plaza, persignándose frente a la iglesia y regresando a casa (esto lo hace la gente que quiere viajar en el año). La hija de la “chausito” comió una uva por campanada (esto se hace para que no falte en el año comida ni bebida). La Juana, una morena mas buena que casita a orilla del río, ¡se cambió de ropa interior en menos de doce segundos! (dizque para cambiar de actitud y mejorar en todo aspecto).
La celebración continuó hasta el amanecer, bailaron cuecas , huayñitos , polkas y bailecitos . Y las conversaciones giraron en torno a las conversiones. “Este año sembraré otra cosa”, “Este año seré diferente”, “Es el momento para cambiar de mujer”, “Prometo que pondré la cerca a la huerta”, “Si hijito, te llevaré a que conozcas La Paz ”, “Nos iremos definitivamente de este pueblucho”, “Ya no volveremos a las Europas , nos quedaremos en Churuhuasca, a sembrar y a exportar”, “Este año cambiaremos al cura, no ha hecho nada para que deje de llover”.
Paralelo a estos deseos, los indios viejos susurraron algo parecido a “ mara ” (año), esperando el “ alli ” o “ sapa mara ” (año de buena cosecha), empezando por este mes de “ chino pahkhsi ” (enero). Y hablaban de “ uru ” y “ aruma ” (el día y la noche) y de “ kharuru ” (mañana) y hablaban y hablaban en un aymará muy difícil. Se refirieron a las “ wara wara ” (estrellas) y los ‘ hacha wara wara ” (planetas). Y por escuchar y tratar de entender estas ciencias autóctonas es que al niño de siete años le crecieron tanto los ojos y el asombro.
Que bueno que a partir del cuarto día de enero empezó el verdadero “sappa mara” pues todos trabajaban para cumplir promesas. Casi todas las labores de mantenimiento colectivo las hacían al compás de hualaychos , quienes armados de sus tambores improvisados, quenas , guitarrillas, chulluchullos , lo que sea; se dedicaban a cantar los últimos villancicos o los huayños o los bailecitos populares, cambiándoles la letra y burlándose amigablemente de la vida y obra de los mismos pobladores.
Chojolulo llegó a ser la figura principal pues todos los grupos de hualaychos querían tenerlo a él como cantante, además resultó ser dueño de una mente ágil para inventar coplas cargadas de humor, pues dada su condición de huérfano parte de su corta vida se la pasó de casa en casa, conociendo así las idas y venidas de todas la familias, hechos que relataba con sutileza y fina ironía brotada en coplas y canciones.
Todos estaban felices. De tal forma que hasta los niños podían cantar contra la Santa Rita del pueblo sin recibir pellizcos ni jalones de orejas. Incluso al parecer Angelucho -el malcriaducho- inventó esta copla, pero con su chaja-voz no podía cantarla y se la dio al Chojolulo:
“Niño Manuelito, suma lulitu.
Ay! Santa Rita, cara de pita .
Cuando llegará Reyes, con sus magueyes ,
No somos malos, danos regalos!
Ay! Santa Rita, nariz de ulupica
Déjanos jugar, en tu altar.
Antes que los Reyes lleguen, y te peguen.
Danos permiso, danos permiso”
Al fin los Reyes se acercaban, cinco de enero sin lluvia y sin sol. Los caminos seguían obstaculizados. Algunas personas mayores esperaban en vano el correo y las encomiendas. Todos los niños estaban felices y vestidos con sus mejores ropas, portándose bien. Sin revolcarse en la tierra, sin picardías, sin jugar con barro y sin salpicar ojos de agua estancada a las pantorrillas y vestidos de las señoras.
En las ventanas unas gotas enormes quedaron prendidas de los pretiles, parecían ranas multicolores esperando con las bocas abiertas. Eran los zapatitos y medias que se acostumbraba colgar en las ventanas. Algunos chiquillos ponían hasta tres pares de calzados, pensando que con ello podían tener más regalos. Otros changuitos ponían su ventiúnico par, otros zapatitos lucían viejitos y con un agujerito en la planta, los indiecitos colgaban sus abarcas y se quedaban descalzos con los ojos brillando de esperanza. Algunas abuelitas colgaban las medias tejidas a mano para sus nietecitos de pocos meses.
Entretanto los grandes preparaban sus últimas damajuanas de vino o coctelito. Preparaban las mentiras y verdades que pondrían en los calzados, indicando donde estaba escondido el regalo -cuando el regalo era grande, lo cual era muy frecuente-. Los adultos escondían los regalos cubiertos por montones de leña o en el hueco de los árboles, en el entretecho, dentro las tinajas de la cocina, dentro el horno de barro, entre los quintales de fruta, debajo los pisos rotos, en lugares siempre inimaginables. Esa tradición ocasionaba que desde el mediodía los chicos vigilaban las acciones de los grandes, era una especie de juego a ladrones y policías donde vecinos, abuelos, tíos, sirvientes, todos participaban y encubrían. Hasta que al fin llegaba la medianoche y los changos se abalanzaban por dentro o por fuera hacia las ventanas. Buscando el regalo o la notita en sus zapatos y luego a la carrera ir a “desenterrar” su regalo, antes que algún amigo o primito se le adelante, y todo termine en pelea y llantos.
En la casa de hacienda el tío Abundio sonreía tratando de disimular sus preocupaciones -¿Cómo saldría de los Yungas ? Pasado mañana debiera estar viajando hacia La Paz, para después retornar a su segunda patria. ¿Estarán para entonces los caminos arreglados? se preguntaba. Este país no sirve para nada, no tiene ni buenos caminos, por eso me fui, por eso me voy. Se repetía a si mismo. Pero al mismo tiempo, al ver la alegría de su gente, al recordar el porqué todos los años se moría por volver a estas tierras. Se desdecía de lo anterior y lamiéndose los bigotes sonreía de verdad diciendo: ¡Qué carajo importan estos caminos de mierda!. Importa mi gente, mi corazón está acá, junto a la ingenuidad y calor de mi pueblo-.
Digamos que lo despertó el grito de felicidad expresado por su sobrinito de siete años; el changuito estaba embriagado con el regalo que el abuelo-viejo hizo traer para todos los niños. La colección de libros “El tesoro de la juventud” le había hecho recordar los momentos cuando el abuelo trataba de enseñarle a leer y hablaba maravillas de esos libros y le prometía regalárselos cuando él aprendiera. Pero el abuelo-viejo se murió antes y aunque parezca extraño, el niño aprendió a leer gracias a la chola Candelaria. A esta chola autodidacta que leía mal para su edad, pero leía. Ella gustaba de enseñar a los indiecitos y de “colador” se metió este changuito de la hacienda, que merced a su gran inteligencia y a la pedagogía innata de la Candelaria, aprendió muy rápido. El chiquillo estaba tan contento que hasta parecía tener la misma sonrisa del abuelo mientras leía en voz alta uno de los “Tesoros de la juventud”, haciendo las delicias de toda la familia y algunos invitados pues leía con las deformaciones fonéticas de la cholada , por ejemplo, en lugar de leer nuevo leía “ noivo ” en lugar de que pasa “ki pasa”. Y aunque él se dio cuenta prontamente de estos errores, siguió cometiéndolos por travesura. Pero en el fondo, entre las risas y risas que provocaba en su auditorio, él sentía que la vorágine del vasto conocimiento de la humanidad se le abría ante sus ojos. Sintió como la espiral de la historia lo absorbía cual remolino y lo obligaba a seguirla enroscado como un caracol. Finalmente sufrió un desmayo y los grandes seguían riendo pensando que estaba haciendo otra de sus payasadas, sin darse cuenta que el tiempo lo estaba llevando de viaje.
Grandes y chicos se quedaron hasta el amanecer, los unos bailando bebiendo y comiendo y, los otros jugando y compartiendo los juguetes con amigos primos y hermanos. Todos procuraban divertirse. Todos dispuestos a jugar con tablapayasos , ckulluwawas , caballos de rueda , muñecos ckusillos , Kgarwa , soldaditos y cholitas de ttejheña , trompos , chocas , cubos rompecabeza , etc.
En todas las casas del pueblo el ambiente era similar. No obstante, las contradicciones de la vida hacen del Chojolulo el más beneficiado. Pues recibió su regalo en la hacienda, comió donde Doña Eugenia, lo vistió un poco la Candelaria, lo calzó con abarcas nuevas el zapatero, le regaló cuadernos y lápices el de la tienda de la plaza, el párroco le dio dulces y un catecismo y, así así, casi todo el pueblo le dio algo. Así se confirmaba lo que decía tío Abundio, “¡Que carajo importan los caminos!. ¡La ruta está en el corazón de esta gente!”.
Por fin se abrieron las brechas y llegaron las encomiendas y el tío Abundio partió al día siguiente. Desde el ocho de enero la gente volvió a la siembra, al cuido, a sus trabajos cotidianos, a las reparaciones y embellecimiento. Buena parte de las habilidosas manos del lugar, empezaron la confección de miniaturas para la fiesta de Alasitas . Los varones tallando diminutos huevos de paloma, también confeccionando juegos de servicio de té que caben perfectamente en la palma de la mano, tan finamente elaborados, que se puede llenar la minúscula teterita con agua y vaciar el líquido en las tacitas. También hacían calderas, utensilios de cocina, cucharones capaces de estar colmados con una ulupica, mesas, roperos, catres, todo o casi todo con volúmenes no superiores al puño de una guagua de cinco años y usando principalmente la madera del naranjo. Entretanto las mujeres elaboraban con miga de pan, pequeños muñequitos, damas con trajes coloniales, viandas con frutas diminutas, frutas de todas clases y colores, ramitos de flores no más grandes que un tercio de un dedo meñique y otras cosillas. También fabricaban pequeños dulces de coco con apariencia de platanitos, naranjitas, sandias, etc. Y por supuesto horneaban los mini bizcochuelos yungueños, los cuales eran bastante solicitados por la ciudadanía paceña en la fiesta de Alasitas.
A la par de estos trabajos, los niños jugaron y jugaron hasta el cansancio, otros muchachitos se incorporaron al trabajo del campo para ayudar a sus padres, otros ayudaban en la elaboración de artesanía. Lo normal estaba ganando espacio.
La veintena de primos y primitas de la hacienda, retornaban poco a poco a sus lugares de residencia. Para la tercera semana, ya sólo quedaban los que vivían en La Paz y Cochabamba . Ya no llovía tanto, pero por una de las ventanas los ojos de la abuelita parecían diluirse y recorrer los surcos de su cara, así como los montones de arroyos y ríos abrazan bajando estas tierras.
La fiesta de Alasitas se celebra el veinticuatro de enero en la ciudad de La Paz y, algunos artesanos yungueños trabajaron hasta el veintitrés en la madrugada, pues ya de mañanita se subieron a los camiones para viajar encima de la fruta y los tambores de coca . Partirían rumbo a La Paz para vender sus mercancías. Algunas guaguas lloraban porque querían ir con los papás, o querían también vender los diminutos cochecitos o caballitos que ilusionadamente tallaron. Los papás respondían -y con mucha justicia- que el camino era muy peligroso y que estarían mejor aquí en Churuhuasca, y que además dormir en los tambos no era muy bueno para la salud de los niños. Pero los chiquillos no querían entender, peor aún cuando vieron montarse en los camiones a los últimos niños de la hacienda, directo a comer y a jugar con las frutas, como si para ellos viajar no fuera peligroso, como si además ellos fueran los dueños de la fruta.
Por fin los camiones partieron. Las guaguas se quedaron llorando. Y el último de los Reyes de enero, el Ekeko , esperaba en las ferias de La Paz.
La abuela-niña se persignaba mirando desde una ventana. Ya no lloraba. Sus nietecitos debían irse, tenían que estudiar. El año escolar pronto comenzaba. Y la costumbre de vivir inevitables contenían sus ganas de arrojarse al camino, detener los vehículos y quedarse a jugar con los niños. Los siempre gigantescamente azorados ojos del nieto de siete años, traspasaban a la viejita hasta hacerle cosquillas en el alma, ella sonrió, lo miró, le dio un pellizco amigable en la mejilla mientras decía: Anda hijito, ve a traer uno de los “Tesoros de la juventud” y me lees algo, mientras me duermo, mientras me calmo.