Huáscar I. Vega Ledo

Basado en inspiraciones y ciber-contribuciones de Jaime Molina Escóbar
Todos Santos, 1996
Él ya tenía cerca a cincuenta años, el otro él tenía como siete, era obvio que el otro él era más joven, pero la puerta donde descansaban ambas espaldas era más joven todavía: tenía apenas cuatro días. Habían cambiado la puerta. Una hermosa puerta de palo-santo gigantesca habíase convertido en ataúd. El abuelo de ambos los llamó a su frente. El abuelo estaba sentado en el lugar donde ahora ambos estaban sentados. El abuelo les dijo “no me miren a mi, miren la puerta donde ahora descansa mi espalda. Quiero que mi espalda siga descansando en esta madera yungueña.; en este palo-santo que yo cuidé. Por aquí no se da palo-santos, hay que buscarlos por tierra abajo, más lejos de Churuhuasca, más allá de Caranavi, más lejos que Colopampa, tierra adentro, Palos Blancos, Alto Beni. Yo cuidé este palo-santo y quiero que él ahora me cuide a mi.”
El abuelo murió hace cinco días. La puerta de repuesto ya estaba preparada. Es otra puerta enorme. En toda ella se pueden reclinar diez veces cuarenta y tres espaldas de niños de siete años. Pero no está hecha aquí, ni con madera de aquí. Es hecha en La Paz y con madera de otros pagos.

El viejito aún no está enterrado. El reposa en la sala principal de la casa de hacienda. Su familia y los indígenas lugareños que compartieron con él las épocas de la Reforma Agraria están esperando. Están esperando que llegue la fiesta de Todos Santos. Todos quieren enterrarlo ese día. Hasta la misma naturaleza parece estar esperando, pues a pesar del calor y humedad de los Yungas, a pesar de que el ataúd aún está abierto, a pesar de ello, el cuerpo del viejito hiede menos ahora muerto, que cuando estaba vivito.

Al fin llegó la fiesta de Todos Santos. Al cumplirse siete noches de que el muerto ya estaba muerto, empezaron a llegar todititos los parientes cercanos medianos y lejanos. No sé muy bien si querían tanto al viejito o lo que deseaban era farrear y comer unas tantaguaguas. A decir verdad llegaron casi al mismo tiempo, como si la Pachamama los hubiera sorbido hacia este agujero. Vinieron con la familia completa y eso era lo que más cambiaba el aspecto de la hacienda, que últimamente había estado sola y casi abandonada.

Las pocas mandarinas que se daban fuera de época en la huerta, desaparecían ráudamente en las gargantas chillonas de los changuitos. Las naranjas, los plátanos, las papayas, las piñas; todas las frutas parecían tener vida y corretear por toda la casa por todos los patios por todos los recovecos y todos los senderos. Parecían cansarse tanto que dejaban sus ropajes por doquier y no faltaba alguna persona madura que resbalaba y caía al pisar cualquier cáscara, mientras despotricaba contra esos pequeños diablillos que estaban incendiando de color, pepas y accidentes la hacienda del finado.

Grandes y chicos durmieron como angelitos. El cansancio del viaje impidió velar una noche más. Vinieron desde muy lejos. Desde La Paz, Potosí, Santa Cruz, Brasil, Argentina, México, Estados Unidos, Francia y Alemania. Nadie duda de las cualidades de polen en el esperma de la familia. Sin embargo, por más lejos que hayan nacido o vivido, siempre la Pachamama los ab-sorbía hacia éste agujero verliente (que es la forma mía de decir humedad verde caliente). Nadie olvidaba estas tierras, nadie desperdiciaba la oportunidad de pasar unos días en los Yungas. Nadie se enfermaba antes del viaje, antes de retornar y pasearse por los cocalespor los arroyos por los frutales por las floridas veredas de aguardiente de piña y chuchuhuasi.

Desde temprano los grandes se acicalaban y se ponían el luto; entretanto los pequeños corrían hacia el horno de Candelaria. Una chola vieja y cobre, de largas y gruesas trenzas, de mirada dulce como el suspiro, cariñosa y firme con los niños, tacaña y usurera con los extraños. Candelaria siempre estuvo enamorada y soltera; un amor platónico de esos de antes, de los que no se consiguen ahora, siempre ardió en su pecho de cholita. Por eso cuidaba y brillaba su cabello: las cholitas solteras no usan sombrero.

Candelaria en su afán por continuar el fuego de su horno de ella de adentro. Negoció y convenció a los niños para que robaran leña de la hacienda. Pero no cualquier pedazo de madera. La vieja Candelaria quería los restos de la puerta de palo-santo y para conseguirlos ofreció a cambio más de ochenta y cinco huevos, cuarto quintal de harina, media arroba de azúcar, mano de obra, todo, todo para hacer bizcochuelos. Pero esos changuitos no eran ningunos lelos, inmediatamente el capitancillo del grupo, el irreverente Angelucho le dijo “Doña Cande,Yaaaaa, ¿acaso no somos yungueños? En La Paz se hará p’s con harina, aquí se hace con almidón, con jamachpeke”. Y pidió para su banda jamachpeke, harina y más azúcar; para también hacer maicillos, tantaguaguas, rosquetes y suspiros. La pícara Candelaria no se hizo de tanto rogar, cerraron trato y, el palo-santo cambió de lugar.

¡Que desastre! mascullaba Candelaria, mientras veía a los niños prácticamente destrozarle el horno. El Angelucho de casi trece años, bastante grandote para su edad, quería batir el bizcochuelo. Se sentó frente a una especie de mesa rectangular con algo parecido a otra mesa más pequeña encima de ella; en el centro, ambas tablas tenían un agujero por donde pasaba un palo del grueso de una naranja, en cuyo terminal inferior florecían unas aspas. A eso se le llama el banco de batido y acostumbran a sentarse en los extremos dos o más niños, con el fin de impedir que el banco se mueva mientras se realiza el titánico esfuerzo de batir, ayudado por una correa que da la vuelta al palo, halando intermitentemente un lado y luego el otro, un lado y luego el otro; de tal manera que las aspas giran y giran. Esta labor no es para niños, si no se bate bien el bizcochuelo no crece esponjoso y suave. El Angelucho batía con frenesí los huevos y el azúcar en un recipiente de cobre tan grande como un tambor de coca partido a la mitad. Batía y batía, haciendo caer a propósito parte del preparado, mientras los primitos se peleaban para lamer el exceso. La vieja Candelaria tuvo que sacarlo y poner al “ maistro” panadero a batir, antes que el bizcochuelo saliera mal o no quedara nada para ello. Entretanto otros hacían llover encima del preparado, jamachpeke cernido; otros primitos también colaboraban confeccionando recipientes de papel sábana, unidos por pajitas, necesarios para verter la masa del bizcochuelo antes de meterlo al horno. La jetona Chabela y otro grupo de primas y primos colocaron varios tablones en el patio, para después amasar animalitos y también una especie de muñecos envueltos como recién nacidos, como momias, como faraones dormidos. La pipona Raquel junto a otras primitas e imillitas batían claras de huevo, azúcar y no sé que otras cosas para luego dejar caer unos copos sobre un papel para hacer los suspiros. Candelaria, que ese día estaba menos firme y más cariñosa con los niños, dejó de masticar coquita, reunió a los que no estaban jugando con las harinas y les enseñó a hacer maicillos con harina de maíz, mantequilla, azúcar y un secretito que sólo ella conocía.

Al mediodía ya todo había salido del horno, incluso los rosquetes que nadie sabe quién los hizo. Sólamente faltaba pintar las mascaritas de querubines, micifuces, chunchus, indiosy calaveras, para después ponérselas como caritas a las tantaguaguas, además de adornar con más azúcar, colorantes y clara de huevo, las caritas y los cuerpecitos de pan; es decir, convertir las momias en pan con forma de niños. La Candelaria tenia los dientes verdes de tanto mascar coca y los ojos perdidos en el fuego buscando viejos recuerdos; unas cuantas lágrimas hacían competencia con sus hermosos aretes de perlas netas, su lengua rápida las recogía mientras blanqueaba con ellas la dentadura. De pronto se incorporó y les dijo: Angelucho y compañía, vámonos; a las once pasó el entierro, vamos a la plaza a ver la procesión.

El niñito de siete años se apresuró a guardar sus extrañas tantaguaguas. Es usual hacer caballitos, llamitas y otros animales, pero ¿hacer caracolitos?. Creo que hasta los muertos se reían del changuito. Lo empezaron a molestar y el “fiero Isidorito” – que le decían fiero, no por fiereza, sino por la torpeza de haberse rascado la viruela. -. Sacó cara por el muchachito increpando a los demás: ¿Y vos?, ¿porqué haces las tantaguaguas así o asá, Já ?. Nadie respondió. Y talvez en ese momento, el niñito de siete años empezó a pensar, en las espirales del caracol y en el porqué de las cosas…

La vieja Candelaria ni se percató del incidente. Simplemente antes de partir, guardó celosamente el palo-santo robado, puso unas flores encima, se arrodilló, murmuró rápidamente unas palabras en aymará, se persignó y derramó unas cuantas lágrimas gordas y pesadas como la espera.

Ella no quería pensar en lo que estaba pensando. Ella deseaba olvidar. Y es por eso que durante el trayecto hacia la iglesia, contó a los changuitos la historia del negro Jacingo, mientras acariciaba la tantaguagua que había salido tiznada.

La plaza estaba repleta. La mayoría estaba vestida o de blanco o de negro. Los fieles, beatos y curas, vestían telas con tonos morados. No habían nubes y con el sol de noviembre ardían las testas y ardían las velas en las manos de las gentes. Un hombre de estuco, casi totalmente desnudo, con los brazos abiertos tenía los pies clavados entre cuatro hombres. Tenía también la cabeza inclinada ligeramente a la izquierda, se lo veía tranquilo, parecía encogerse de hombros mientras decía: “¿Qué demonio hacen aquí ? Con tanto sol y así vestidos de negro… y, además, velitas en las manos. ¿Para qué? No entiendo.” Y lo paseaban sonriente. Y ese era un detalle que siempre extrañaba al huerfanito, el no entendía porque ese hombre sonreía si prácticamente estaba bañado en sangre. Pero lo que le gustaba al huerfanito era lo que la gente arrojaba pétalos de todos los colores al hombre de estuco. Y le fascinaba ver las buganvillas moradas y los blancos jazmines volar junto a las mariposas sobre el tumulto; le gustaba sentir su olor a canto prisionero, cuando estaban sus tallos atrapados entre los dedos de los dolientes. Pero lo que más le gustaba era imitar y bailar junto a las orquestas, especialmente las comparsas de waca-wacas, kusillos, auqui-auquis, las cuales bailaban el resto del día de Todos Santos y al día siguiente, e incluso los demás días de la semana, pues era fiesta tras fiesta, y siempre las comparsas salen de vez en cuando a pasar la borrachera bailando a través del pueblo.

Encabezaba la procesión el cura del pueblo, seguido del sacristán y dos monaguillos quemando incienso, luego venían los cuatro elegidos portando al hombre de estuco, luego la comitiva de vecinos prominentes y de los más afectados por alguna desgracia en ese año. Caminaron por las calles principales del pueblo, llovidos por flores lágrimas gritos y rezos. A su paso los bailarines se quitaban la careta, los lugareños el sombrero y, casi todos clavaban la palma derecha en su pecho, mientras murmuraban algo parecido a promesa o rezo. Ninguna comparsa hacía vibrar sus instrumentos todavía -es ceremonial esperar que la procesión retorne a la iglesia- . Cuando eso empezó a ocurrir y el huerfanito vió que el hombre que parecía venir a abrazarlo le mostraba su espalda sangrante y estaba a punto de entrar al atrio, en ese momento pareció como si el hombre girara hacia atrás su cabeza inclinada, lo mirara de reojo y le dijera paternalmente: “¿Y ahora que vamos a hacer ché?, changuito”. En ese mismo instante, el hombre de cincuenta años pensó en su propia espalda, en la espalda del abuelo, en las espaldas de la gente que retornan.

No era que no se respetara a los muertos. Y para nadie era ocasión de tristeza. Era un momento conmemorando el pasado y celebrando el presente. Era un ambiente de comunión, pero de comunión natural, no de comunión religiosa. O mejor dicho de una mezcla de los dos. Es un momento en que la gente se acerca a sus muertos. Contactándolos, sintiéndolos cerca, hablando con ellos (aunque la mayoría de las veces ellos no respondan). Son días en que la gente dice, sin ser tachada de loca, que han visto, hablado y hasta han tocado a sus muertos. Es un momento de un misterio agradable y hasta travieso. Las parejitas de enamorados, se encuentran clandestinamente; cada uno de ellos miente, pidiendo permiso para salir a dar las condolencias a fulanito y luego a zutanita y después a menganito. Y en el ínterin se encuentran y se besan y se hacen promesas, y mientras la mano pasea, se susurran al oído: Si me muero yo o si te mueres tú, no importa, nos vamos a seguir encontrando siempre en Todos Santos.

Era divertidísimo. Y mucho más para los niños. Estos se dedicaban a rezar y rezar casa por casa. “se lo rezaré, se lo rezaré…” Así se acercaban. Y si los dolientes aceptaban, entonces en agradecimiento regalaban dulces fruta guarapomaicillos y tantaguaguas. Habían algunos como Isidorito – el fiero -, que por tragones se ganaban tremendas indigestiones. Los más avezados como el Angelucho, entonaban sus primeras farras robándole a los muertos. Y es que las familias están acostumbradas a dar de comer a sus muertos. Les dejan, en una mesa preparada para el difunto, el mismo tipo de comida que regalaban a los niños, quizás también la comida preferida del ausente y por supuesto un vinito abierto, una copita o algún licorcito. Entonces subreptíciamente una manita agarraba la copa o la botellita y dejaba caer en su gargantita esa bebida espirituosa. ¡Uyuyuy! gran alegría cuando los grandes descubrían que el licor ha reducido o que no hay nada en la copita. “Le esta gustando el vinito a fulanito” Así repiten alegremente y se lo cuentan unos a otros. Quizás ellos sabían que son los niños, pero preferían creer que el ser querido “se lo ha tomao”.

Antes del amanecer ya casi todas las guaguas están dormidas. Cada enamorado regresa a su cada casa. Los mayores, en las fiestas, ya están empezando a hablar zonceras. El rocío aumenta el líquido de las sopitas hechas al aire libre. Y al mismo tiempo que sale el sol, entra el olor a comida criolla deteniendo las orquestas, los bailarines, las borracheras y los chismes. Los dolientes del pasado, presente y futuro hacen cola, reciben su platito bien lleno como cerrito, y se sientan a comer mientras despiertan.