Nuestra Señora de La Paz, 12 de noviembre de 1548

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Somos sólo cinco las mujeres que logramos llegar en esta última nao desde Cádiz hasta las costas de este que al parecer será un Nuevo Mundo. Hasta este valle rodeado de páramos y montañas arribé sólo yo, la andaluza, como me mentaron desde que salimos de la península. Debo decirle que entiendo por qué mis amigas se negaron a seguir hasta estas complicadas alturas, montadas en las chúcaras mulas que Usted mandó trajinar desde el puerto del Callao.
Vine porque allá perdí todo desde las últimas guerras y mis hermanos han muerto sin descendencia. No me queda más que una casa con campos desolados y un tío que me dicen que vive cerca de una mina por estos páramos.
No me arrepiento, he cortado mis propias amarras, pero debo decirle que la ciudad que Usted acaba de fundar está demasiado lejos de las costumbres y goces de mi ya lejana Sevilla, barrio de la Macarena, y no sé bien cómo debo vivir, cómo debo comportarme y cómo debo organizarme para mi mejor pasar.
Al parecer antes quedaba acá alguna población nativa, o varios grupos nativos, dicen, con su propio cacique y esta construcción que ustedes iniciaron es parte de lo que ellos nombran como “tambo”, una plaza de mercado, como citamos nosotros.
Por lo pronto se empiezan a colocar algunos toldos y mesones para que las primeras cocineras se acerquen a comprar verduras y unas bolas redondas que aún no probé, llamadas papas o patatas. Una vieja mujer me aconsejó adquirirlas y ponerlas a hervir en agua con sal, que son raíces, pero comestibles, y se pueden aplastar, dividir, combinar.
De carnes todavía nada, más que alguna gallina vieja que alguno se atreve a torcer. Las han traído en barcos y carretones para aprovechar sus huevos y alguna vez su pellejo. Dicen que también embarcarán cerdos y vaquillas, carneros y patos. Por lo pronto en la nueva ciudad que Usted ha fundado no hay esos jantares y nos debemos contentar con algunos caldillos desabridos. Han censado 42 peninsulares, varones, que recibirán los primeros solares.
No me atrevo a comer unas lonjas saladas que dicen son carne de unos burros que acá conocen como llamas, animales que caminan por todas partes, algunos ya domesticados para las cargas.
Don Alonso, no se olviden de construir cerca del mercado una iglesia. Temo que las ambiciones por conseguir más tierras y el oro que trae el río nos haga olvidar al Señor. La iglesia puede estar dedicada a nuestra matrona Macarena o a San Sebastián, como ya se conoce este primerísimo caserío alrededor de lo que los locales llaman de Churubamba.
Que tenga tres altares y un altar mayor con el santo, que tenga campanario y baptisterio, que tenga un crucero y pilas con agua bendita, que tenga atrio y amplios portones. No descuidemos la misa diaria, aunque recién llegará un primer párroco pues los curas presentes están más ocupados en terminar guerras y repartir encomiendas.
Que la plazuela llegue hasta el río. Es como manantial, allá arriba por donde pasamos al llegar desde Lima. Parece que las aguas salen de las entrañas de las montañas nevadas, baja por la serranía y serpentea hasta este valle florido. Los nativos lo llaman Choqueyapu y hasta ahora los capitanes no se pudieron de acuerdo para cambiarle de apelativo. Así quedará, con ese recuerdo de los más antiguos.
Choqueyapu divide al plano de la ciudad en dos, por lo menos en los planes que dieron a conocer. Hacia el este estará la Plaza de Armas, la calle del Comercio, la calle de los sastres, el convento de las concebidas, la catedral, el ayuntamiento, la casa de los jesuitas y la Caja de Aguas.
Unos dicen que allá se fundó la ciudad, otros dicen que fue acá, a las puertas del tambo nativo. Desde el este, rodeado por el verdor de la arboleda y por los violetas de extrañas sierras, se divisa un gran cerro, nevado, de tres picos. Lo querían bautizar como Mendoza, pero quedó como Illimani, nombre difícil de entender. Quizá una plaza recuerde a Usted, don Alonso, y quizá otras calles y avenidas a sus capitanes, entre ellos tantos forajidos.
Acá quedará la matriz para San Francisco, el convento, las plantaciones de mandarinas, los limoneros… pues son los franciscanos los primeros que ya han imaginado una capilla. La calle separará la ciudad hispana de estos pueblos de indios. Hacia arriba por donde muere el sol será San Pedro, hacia el sur será Santa Bárbara. Este lado oeste será conocido como Chuquiago, el otro lado como La Paz.
Por estos puntos cruzará el camino a Lima, primero la Garita, luego Alto Lima donde termina el valle y se amplía el páramo. Por atrás marcharán nuevas compañías para buscar otras minas de plata, oro y unas plantas que llaman “coca”.
De nosotras no sé si alguien se ocupará, ni ahora, ni mañana. Ninguno de los cronistas está interesado en mezclar sus epopeyas con las ollas, los responsos y las costuras.
A nosotras nos queda ordenar los puestos en las ventas, a probar las nuevas frutas, las esencias desconocidas, la dureza de las telas, los tintes de semillas. Algo se avanza cada día. Desde el primer puesto de alimentos, seguimos con el carbón, con las espelmas y los ladrillos. Ojalá sea un orden que respeten, que este mercado quede hasta arriba, tan simpático como ahora.
Cada nueva casa organiza la cocina, el fogón, las vasijas y tinajas. Hay dificultad en conseguir cuchillos y cucharones porque todo eso escasea. Cada una de nosotras alista sus manteles, sus platillos y tratamos de dar tono de hogar a cada espacio.
El gran problema está en el agua. Hasta ahora sólo la podemos recoger del río, con baldes pequeños y acumular en algunas tinajas y bidones, pero las nuevas casas quedan más y más lejos y no todos los caseríos que aparecen tan de un momento a otro tienen acceso a alguna acequia o manantial. Aunque muchos dicen que esta ciudad está llena de fuentes de agua y ríos subterráneos, por ahora sólo está visible el gran río caudaloso y límpido que cruza por la calle mayor.
Tampoco avanzamos en la higiene y el aseo. No han conseguido artesanos capacitados para fabricar pastillas de jabón y de eso nadie se ocupa embarcar en Cádiz. Nos defendemos con lejía, con una arcilla que traen de los cerros cercanos y lavan la loza, las ropas y los callos, pero no sirven para nosotros, las mujeres, los niños.
Mi ropa no durará mucho y no estoy dispuesta a andar rotosa. Uno de los puntos que nos prometieron desde un inicio es crear un lugar para los Obrajes; ahí albergarán a los textileros. En primer lugar hay que conseguir telares, mujeres que sepan teñir, las que logran tejer y coser. Quizá yo me anote en ese grupo.
También ansío que lleguen las primeras monjas. En los conventos sembrarán granadilla, membrillos, mentas, naranjas y pepinillos. Yo aprendí de mi madre a fabricar mermeladas, dulces, pasteles y conservas. Ahora no puedo hacer mucho porque estoy casi sola, pero pronto tendremos los primeros productos. Podemos hacer ostias, panes. Imagino grandes industrias por todas estas calles desde el valle hasta las alturas.
Por la parte baja, se abren las primeras calles. Acá quedará la Iglesia de San Francisco, subirá una rúa hacia los puestos de ventas más grandes, donde las carretas y los arrieros descargarán las cosechas.
Hasta ahora todo parece abundante y tengo mucha esperanza. De cada avance yo le informaré, que para eso sé leer y escribir.
Me gusta quedarme acá, que este sitio se llame Nuestra Señora para recordarme a mi Macarena y que le digan La Paz, la paz que tanto ansiamos las mujeres españolas, creo que todas las mujeres que añoramos amor y críos. Segura estoy que ese nombre será la bendición y acá viviremos como en la vía del Señor, amándonos los unos a los otros.